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  • Foto del escritorArmando Roig

El abismo voraz de los Sargazos


Volvíamos del caladero de Puerto Rico con las bodegas repletas, cuando la brújula enloqueció y una muralla de niebla se alzó ante nosotros como farallones, abriéndose una brecha que nos llevó hacia un gigantesco hoyo, tan oscuro como un cielo sin estrellas. Rezamos para eludirlo, pero la corriente superaba a los motores en reversa, empujando al buque lentamente a través del borde. Apenas pudimos sujetarnos, vimos virar la nave hacia lo profundo, deslizándose vertiginosa por paredes de aguas blancas, hacia el fondo del océano. Entonces, la niebla nos noqueó .

Un hedor a pescado podrido y amoniaco subió desde las entrañas del buque, dándonos en las narices, justo cuando asomábamos por el otro extremo. Y con mas de medio casco afuera, la nave cabeceó hasta hundir su proa sobre las aguas azules y calmas, de un mar desconocido. Seguimos la corriente, en busca de tierra y poco después, divisamos una isla con una ciudad emplazada sobre ella.

Singular y extraña, aquella ciudad arcaica se erguía amurallada tras los espigones del puerto, y era toda de un delicado color negro ornada con volutas, estrías y arabescos de oro. Sus casas eran altas y tenían muchas ventanas; y las fachadas estaban adornadas con flores esculpidas y motivos cuya oscura simetría deslumbraba los ojos con su belleza más esplendorosa que la luz. Algunas estaban coronadas de hinchadas cúpulas que terminaban en afilada punta, otras eran pirámides escalonadas rematadas por minaretes que ponían de manifiesto una imaginación desbordante. Las murallas eran bajas y tenían numerosas puertas, cada una de las cuales estaba coronada por un gran arco mucho más alto que las almenas del propio muro, rematado por la cabeza de un dios monstruoso, revestido en ladrillos de oro. Y el silencio mas profundo la reinaba, pues las cabras que pacían tranquilas entre abandonados plantíos de frutales, eran su única población.

La abundancia nos mantuvo cerca del puerto. Pero por las noches, algo nos llamaba a acariciar los lingotes, con extrañas inscripciones, de una de las cabezas del muro; y por las mañanas, a desmontarlos para llevarlos al buque. Nadie se resistió al extraño influjo. Toda la carga perdida se había echado por la borda y esperábamos volver con las bodegas llenas.

Partimos con suficiente oro para comprarnos una flota cada uno y con suficientes víveres para aguardar al abismo, pero la quietud del mar exasperó a la tripulación y tras intentar calmarlos, desperté en la bodega de proa. Cuando volví a cubierta, todos yacían despedazados, y unas huellas de sangre iban hacia el puente de mando. Al entrar, vi la enorme figura de Jürgen el cocinero, tras el timón.

─Eres afortunado, humano...- dijo, viéndome con ojos incandescentes- Este es mejor cuerpo para engañar al umbral y escapar de esta prisión. Me servirás fundiendo los bloques para quitarles su sortilegio.

─Necesito un trago y una maldita aspirina. -dije, resignado.

La niebla ya nos acechaba y comenzaba a empujarnos hacia el despeñadero. Entonces, volví del camarote con mi pistola, y le vacié el cargador por la espalda. El cuerpo de Jürgen cayó, y antes de tocar el suelo, un monstruoso ser lleno de tentáculos, con el rostro de aquel dios de la muralla, brotó de su interior, despedazando sus restos.

Sus ojos centellearon y se me abalanzó, pero el buque ya oscilaba sobre el borde, la densa niebla verde comenzó a entrar, y en el momento en que caían sus tentáculos sobre mi, la fuerza del abismo lo succionó fuera de la cabina como si fuera humo, llevándolo en un torbellino hacia arriba.

Desperté, al tiempo que emergía con mi nave, del alucinante viaje. El oro ya no estaba. Pronto comprendí. El abismo se lo había llevado para volver a encerrar a su prisionero. Entonces sepulté en el mar a mis camaradas y di gracias a Dios, por la inmensa fortuna de haber salvado mi mas preciado tesoro.

FIN

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